América Latina está harta. Hartazgo que late en las venas de los manifestantes y vibra en las arterias de las ciudades. Hartazgo que se repite desde comienzos de siglo porque ni la institucionalidad democrática ni los modelos de desarrollo económico han sido capaces de resolverlo. Ni siquiera de mitigarlo. Y entonces, una vez más, en este caso los pueblos de Uruguay, Bolivia, Chile, Ecuador y Haití, desde ese hartazgo interpelante, tomaron las calles y así avivaron la intensidad de un debate que la sociedad plantea desde causas estructurales y los gobiernos reprimen en su forma, evitan en su contenido y minimizan en su alcance.

En 2001, en Argentina, millones de ciudadanas y ciudadanos salieron a la calle en el marco de una crisis económica y social con el reclamo “que se vayan todos”; en 2011, en Chile, se movilizaron miles de estudiantes en reclamo de un cambio en las condiciones de acceso a la educación superior; en 2013, en Brasil, la sociedad se movilizó en contra del aumento del transporte público y del derroche de millones de dólares que suponían las obras para el mundial de fútbol. Y estos son solo algunos de los tantos casos de movilizaciones en la región. Sin embargo, hasta el momento, el poder difuso de la protesta ha sido neutralizado, ya sea por acuerdos que terminan incumplidos, por reformas cortoplacistas que solo tapan el reclamo de fondo, o bien, por el poder represivo del Estado.

Protestas en Chile de 2019, Plaza Baquedano, Santiago, Chile . Foto: Carlos Figueroa (Wikimedia Commons)

Una región en ebullición

La ebullición tiene manifestaciones visibles (las protestas callejeras) e invisibles (la satisfacción de los latinoamericanos con la economía cayó del 30% en el 2010 a 16% en 2018; y la satisfacción con la democracia bajó de 61% en 2010 a 48% en 2018, según datos de Latinobarómetro). Paradójicamente, los países más satisfechos con su economía en 2018 fueron Chile y Ecuador, ambos con un 30%, los dos países que protagonizaron las recientes movilizaciones generadas por la inequidad de un desarrollo para pocos.

En Haití, ciudadanos y ciudadanas exigen desde hace meses la renuncia de un presidente que no ha dado respuestas satisfactorias a los altos niveles de pobreza en el país y a las denuncias por corrupción. Honduras atraviesa una aguda crisis política y también exige en las calles la renuncia del presidente. Ecuador atravesó días críticos desatados por el alza de precios en los combustibles, en el contexto de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que terminaron con al menos 7 personas muertas. Bolivia enfrenta una crisis política que pone en duda la legitimidad de las elecciones. Todos los conflictos han sido desatados por circunstancias particulares de cada país, pero en todos se observan los mismos temas de fondo: crisis del sistema político y de las instituciones democráticas, desconfianza e insatisfacción con los gobiernos, concentración de riqueza y ajuste económico que profundiza la inequidad estructural y la exclusión social.

Desde principios de siglo hasta el 2015, la región avanzó en términos de ingreso y calidad de vida. Indicadores de inclusión social relacionados con la salud, la educación y la infraestructura básica mejoraron significativamente, así como también otros indicadores vinculados al trabajo y al ingreso. Estos avances, aunque se deben a múltiples factores y varían mucho de país a país, tienen que ver fundamentalmente con la implementación de políticas públicas que tendieron a reducir brechas de inequidad y con un periodo de crecimiento económico impulsado por el aumento del precio de las materias primas en el mercado internacional.

Si bien no se puede hablar de una sola América Latina, ya que en cada país hay diferentes contextos, la región en su conjunto aumentó sus niveles de pobreza en los años recientes. Según el informe Perspectivas económicas de América Latina (CEPAL, 2019), entre 2015 y 2018, la pobreza en la región aumentó en 1,7 puntos porcentuales y la pobreza extrema en 2,5 puntos porcentuales. Eso se traduce en que 3 de cada 10 personas en la región vive por debajo de la línea de la pobreza. Y 1 de cada 10 vive en pobreza extrema.

No son 30 pesos, son 30 años

Después de días de protestas en Chile y una escalada de violencia, el presidente Sebastián Piñera dio marcha atrás a la medida que había desatado el conflicto: el aumento del pasaje del metro. Tal vez supuso que esto apagaría la protesta, como había sucedido semanas atrás, cuando el presidente Lenin Moreno derogó el decreto por el que se quitaban los subsidios a los combustibles fósiles que había encendido la chispa de las protestas en Ecuador. Pero no sucedió. Muy por el contrario, la protesta se extendió aún más. En las calles, la gente respondía con una sencilla frase a una clase política que demostraba no entender la situación: “no son 30 pesos, son 30 años”.

Esta frase sintetiza el reclamo popular de hartazgo ante una historia marcada por la inequidad. Y América Latina es la región con mayor inequidad del mundo. No solo en términos de ingreso, sino, desde una perspectiva amplia, de acceso a derechos. El repunte económico se revirtió en 2015, y si bien logró mejorar los índices de pobreza, no trajo cambios estructurales. La gente que salió de la pobreza en su mayoría conforma una clase media vulnerable que vive en condiciones de inestabilidad y, dado que no tiene capacidad de ahorro o está sobreendeudada, está bajo la amenaza constante de volver a caer en la pobreza. Según el informe Perspectivas Económicas de América Latina (CEPAL, 2019), el 40% de la población en la región sufre estas condiciones, que se traducen en empleos de mala calidad, con salarios bajos y escasa o nula protección social.

Los avances son insuficientes porque las estructuras que sostienen y reproducen la inequidad permanecen. Si bien la inequidad no tiene una única causa, está fuertemente arraigada al sistema de producción de la región. América Latina tiene una matriz productiva poco diversificada y muy heterogénea que concentra alrededor del 50% del empleo de mala calidad de aquellos sectores vulnerables que suelen quedar encubiertos bajo las cifras macroeconómicas del crecimiento. Además, la economía ha sido históricamente dependiente de la extracción de recursos naturales y la comercialización de materias primas. Esta dependencia tiene consecuencias negativas en todos los órdenes: mantiene a la región en niveles muy bajos de competitividad con respecto a otras regiones del mundo y no tiene ninguna perspectiva de sostenibilidad. Y en el proceso de extracción, se producen daños irreparables a la naturaleza y a la sociedad.

Pero no solo los factores materiales determinan la inequidad. El pasado colonial de la región dejó como herencia una cultura del privilegio que se ha naturalizado. En la profundidad del imaginario colectivo, está instalada y aceptada la idea de que algunas personas pueden acceder a derechos y otras no. Así, una niña indígena que vive en una comunidad rural tiene muchas más probabilidades de ser pobre, de no tener agua ni acceso a una educación de calidad que un varón joven que vive en alguna de las grandes ciudades de la región. No solo la condición socioeconómica determina quién tiene acceso a derechos. También lo determina el género, el origen étnico e incluso el geográfico. La equidad, entendida como la plena titularidad de derechos para todo ser humano independientemente de cualquier condición, es un horizonte todavía muy lejano para América Latina.

Pero la cultura del privilegio no implica una aceptación pasiva de la inequidad. Al contrario: es el caldo de cultivo del estallido social. En principio, la inequidad impide la integración social. La división tajante de clases sociales se manifiesta en múltiples planos: en la segregación residencial y escolar, en la forma de ocupar los espacios y hasta en las experiencias y las expectativas de vida. Mientras la economía crece, vastos sectores de la sociedad se ven al margen de ese crecimiento y las tensiones aumentan, especialmente al observar que los privilegios vienen dados por posiciones heredadas o por situaciones que legitiman la ilegalidad o la informalidad, como la corrupción y la discrecionalidad. Esto socava la legitimidad de las instituciones y genera el malestar y la inestabilidad social que terminan en protestas masivas.

Cuestiones como la salud, la educación, la seguridad alimentaria, el acceso al agua, a la vivienda y a un trabajo formal permiten poner una lupa para observar realmente cómo vive la gente por detrás de las variables macroeconómicas. Por ejemplo, el acceso al agua segura, reconocido desde 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas como un derecho humano, está lejos de estar garantizado. Al 2015, el 65% de las personas en América Latina tenían acceso a servicios hídricos gestionados de forma segura y solo el 22% accedía a saneamiento. Y las personas en zonas rurales son las más afectadas por esta carencia. Por otro lado, 1 de cada 4 habitantes de zonas urbanas vive en un asentamiento precario, en situación de pobreza. Finalmente, según el último informe de la Organización Internacional del Trabajo, en la región existen 140 millones de trabajadoras y trabajadores informales. Es decir, más de la mitad de la población económicamente activa.

Las estadísticas regionales dan cuenta de la magnitud de la exclusión. Las nacionales y las locales, de la inequidad. Ambas ponen de manifiesto la realidad de una región que, a pesar de los avances, todavía enfrenta grandes desafíos para derribar las estructuras que le impiden generar las condiciones para que toda la ciudadanía pueda ejercer plenamente sus derechos sociales, políticos, económicos y culturales.

Población latinoamericana por grupo socioeconómico
Población latinoamericana por grupo socioeconómico
Fuente: Perspectivas Económicas de América Latina (CEPAL, 2019)
Nota: Las clases socioeconómicas se definen según la clasificación mundial: “Pobres” = personas con un ingreso diario per cápita de 5.50 USD o menos. “Vulnerables” = personas con un ingreso diario per cápita de 5.50-13.00 USD. “Clase media” = personas con un ingreso diario per cápita de 13.00-70.00 USD. Las líneas de pobreza y los ingresos se expresan en cantidades de USD con PPA (paridad de poder adquisitivo) de 2011 al día. El agregado de ALC se basa en 17 países de la región con microdatos disponibles: Argentina (urbano), el Estado Plurinacional de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay (urbano).

El paradigma del cuidado

En 2011, estudiantes chilenos de todo el país tomaron las calles en reclamo de una educación pública e inclusiva. La protesta exhibió un sistema excluyente en el que la educación superior estaba reservada para un pequeño sector que podía pagarla y otro sector que debía endeudarse para acceder a sus estudios. Pero, a la vez, trajo la discusión sobre la inequidad estructural desde la perspectiva del acceso a derechos.

Bajo la lógica del modelo actual, basado en la acumulación de poder, riqueza y reputación, un sistema educativo privatizado contribuye a perpetuar la inequidad justificada bajo la cultura del privilegio. Todos los países de la región poseen educación privada y educación pública, que es, en realidad, educación estatal. Si bien muchas instituciones educativas estatales son de muy alto nivel, muchas otras no lo son y la brecha en la calidad de la educación, entre países y dentro de un mismo país, todavía es muy grande. Y por eso decimos que se trata de una educación estatal y no pública. Porque un bien público es aquel que ofrece la misma calidad y conviene a todos de igual manera para contribuir a su dignidad.

Según Bernardo Toro, filósofo colombiano e integrante de Fundación Avina, “cuando es de diferentes calidades, en vez de convertirse en un sistema de articulación, la educación se convierte en un sistema de fractura social”. En América Latina no será posible ningún proceso de integración si se sigue aceptando que algunos acceden a una mejor educación que otros. Esto implica romper con el acuerdo de garantizar el acceso equitativo a oportunidades y se traslada a todos los aspectos de la vida en sociedad: la salud, el transporte, la seguridad, el espacio público. La forma de reducir las inequidades es generando más y mejores bienes públicos y esto exige una transición hacia un nuevo paradigma que, a diferencia del actual, promueva el cuidado y reúna a las ciudadanías y los Estados nacionales detrás de un mismo objetivo: crear las condiciones para vivir dignamente.

El paradigma del cuidado en ColaborAcción

La respuesta a la inequidad que genera el paradigma del éxito, desde esta perspectiva, es el paradigma del cuidado. Esto se expresa en el cuidado del cercano a través de transacciones ganar-ganar; el cuidado del lejano a partir del trabajo de instituciones comunitarias; el cuidado del extraño, generando bienes públicos de calidad; y el cuidado del planeta a través de las acciones de mitigación y adaptación al cambio climático. La Fundación Avina promueve el paradigma del cuidado y lo convierte en acción a través de procesos colaborativos orientados a generar cambios sistémicos, enfocados en sectores estratégicos, como el trabajo formal de calidad, el acceso al agua, la conservación de biomas, el diseño de ciudades resilientes o la acción climática.

Desde el programa de Innovación Política, Fundación Avina se ha planteado la meta de contribuir con la consolidación de una democracia que distribuya el poder, que amplíe la inclusión política y social, que promueva los derechos humanos, y que cuide los bienes del planeta. Y eso lo logra a través de los procesos colaborativos.

La creación de nuevas instituciones democráticas, el fortalecimiento de sus capacidades sociales y políticas y su articulación permitirán transformar las relaciones de poder y ampliar los espacios de participación en diferentes escenarios en los que se produce la democracia. Un ejemplo de esto es la consolidación de plataformas de acción política ciudadana, como Ocupar la Política en Brasil, México y Colombia, que además de preparar ciudadanos y ciudadanas para ocupar cargos de toma de decisiones y de elección popular, los preparan también para tomar acción en el diseño, impulso e implementación de reformas políticas democráticas. Estas nuevas plataformas abren paso y dan protagonismo a nuevas voces y sectores de la población que tradicionalmente han estado por fuera de los espacios de poder.

Los procesos colaborativos implican el involucramiento directo de las comunidades y los grupos en la toma de decisiones. Un ejemplo de esto son los esquemas de gobernanza democrática del agua, que se orientan a garantizar el derecho humano universal y fundamental del acceso al agua. Las comunidades rurales son las más afectadas por la falta de este derecho, ya que no se benefician de las grandes obras hidráulicas, pero tampoco reciben un servicio público adaptado a su contexto y sus necesidades. Una solución está en las Organizaciones Comunitarias de Servicios de Agua y Saneamiento (OCSAS). Estas organizaciones permiten realizar una gestión de los recursos hídricos de forma sostenible, adaptada a la realidad cultural y ambiental del territorio y establecer esquemas de colaboración con las instituciones públicas. La gestión comunitaria del agua beneficia a más de 70 millones de personas que habitan en comunidades rurales afectadas por la falta de acceso al agua en América Latina. Por esto, es indispensable que los Estados apoyen la gestión comunitaria del agua, reconozcan el agua como un bien público y aseguren su acceso a todas las personas.

Trabajo de Organizaciones Comunitarias de Servicios de Agua y Saneamiento (OCSAS) en Costa Rica.

Pero, además, para llevar adelante transformaciones en sectores específicos, los procesos colaborativos han dado resultados en el corto y mediano plazo. En este sentido, cabe mencionar el caso de la Iniciativa Regional para el Reciclaje Inclusivo (IRR) y su rol en el reconocimiento del trabajo de recicladoras y recicladores de América Latina a través de la promoción de sus derechos laborales y de la creación de entornos de trabajo seguros y bien remunerados. En América Latina, alrededor de 4 millones de personas trabajan en la recuperación y comercialización de materiales reciclados. A pesar de prestar un servicio social y ambiental de vital importancia, en especial para impulsar la transición hacia una economía circular, y movilizar una industria de millones de dólares anuales, estos trabajadores se encuentran en el sector más vulnerable, muchos de ellos ejerciendo su actividad en condiciones de alto riesgo y sin ninguna prestación social. Más de 17.000 recicladores han sido beneficiados por esta iniciativa, que reúne a cooperativas de recicladores, empresas generadoras de residuos, organizaciones sociales e instituciones públicas de nivel nacional y municipal.

La sociedad civil organizada tiene más herramientas y posibilidades de construir esquemas de gobernanza en los que la democracia sea verdaderamente participativa y no limitada a los procesos electorales o las movilizaciones. Y, en el camino, no solamente se consiguen resultados en lo material, sino que operan cambios en lo simbólico y lo cultural. Los procesos colaborativos construyen soluciones a la vez que generan cohesión social. La protesta y la movilización son derechos de la ciudadanía, pero las transformaciones exigen planificación después de la ebullición. Si al ocurrir los estallidos sociales, mueren personas y las estructuras de poder quedan inalteradas, el sentimiento de frustración e impotencia puede ser avasallante.

Reciclador de base en Ciudad de México. Foto: SUEMA

América Latina interpela sus democracias que hoy son incapaces de resolver las grandes demandas de la sociedad. Hay diversos escenarios posibles en esta transición. Uno de ellos es la instauración de gobiernos más autoritarios, estados cooptados por el crimen organizado y la corrupción, naciones con instituciones débiles y sociedades cada vez más desiguales. Otra posibilidad se orienta a la construcción de ese nuevo paradigma del cuidado que garantice una transición hacia un modelo de desarrollo sostenible, ambientalmente responsable y capaz de garantizar el pleno acceso a derechos a toda la ciudadanía.

Las movilizaciones son la chispa que genera la oportunidad de cambio, pero hace falta organización ciudadana, estrategia y colaboración para alcanzar esa visión unificadora y llevarla adelante desde agendas de acción compartida. Y, sobre todo, una gran empatía, para cuidar tanto de lo propio, como de lo lejano y de lo totalmente extraño. Si no viene acompañada de soluciones estratégicas, la protesta social que toma la calle se convierte en un callejón sin salida y el hartazgo se transforma en un atajo para la represión. Existen mecanismos democráticos y herramientas ciudadanas para convertir la protesta en propuesta y la propuesta en transformaciones. Solo falta articular la capacidad de movilización con la movilización de capacidades.