Elizabeth Andrade Huaringa. Foto: INDH

Elizabeth Andrade Huaringa es presidenta de la corporación Rompiendo Barreras de Chile, vocera nacional del Movimiento de Pobladores Vivienda Digna y presidenta de la colectividad peruana Flor de la Canela. De nacionalidad peruana, migró a Chile en el año 1995 y desde entonces se ha convertido en educadora, dirigente social y activista. En julio de 2022, fue reconocida con el Premio Nacional de Derechos Humanos en Chile, otorgado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos, por su trayectoria y su lucha en la promoción de los derechos de las personas migrantes. Elizabeth conversó con InnContext sobre su trayectoria y las experiencias de vida, como migrante y como mujer, que la llevaron a convertirse en activista y dirigente social.

¿Cómo fue tu llegada a Chile y qué te llevó a migrar hacia ese país?

Antes de venir a Chile, yo era monja. Estuve 10 años en un convento y cuando decidí retirarme, me empecé a portar mal. Justo en ese momento, mi hermana menor decidió venir a Chile y mi mamá me dijo: “andas muy mal portada y no estás haciendo nada por tu vida, ¿por qué no vas a acompañar a tu hermanita?” Y así lo hice. No hubo ninguna motivación, ningún sueño, nada. Como estaba sin rumbo, me vine con ella, nos instalamos en Arica y allá trabajábamos en casas como empleadas domésticas.

En ese primer momento, nosotras entramos a Chile con salvoconducto, que era como un pase que te permitía estar una semana en el país y que la gente utilizaba para cruzar y poder trabajar, principalmente en trabajo doméstico. Así estuvimos durante años pasando la frontera y siempre que las autoridades nos preguntaban para qué íbamos, a pesar de que sabían que la mayoría de los peruanos que cruzábamos trabajábamos en casas, decíamos algo diferente. A visitar a la tía, a estudiar, a ver al pololo.

Así estuvimos hasta que salió la entrada de Mercosur, que te daba la posibilidad de permanecer en Chile por noventa días y después te permitía quedarte si querías. Mucha gente se pudo regularizar en ese periodo. Yo tardé un poco más pero finalmente en 2009 obtuve la documentación y me pude regularizar.

¿Cómo era y es vivir en Chile siendo migrante?

Nosotras éramos trabajadoras de casa particular y nos quedábamos a dormir ahí, y de pronto nos pasaba que algún chileno nos cuestionaba, diciendo que le quitábamos el trabajo a la gente de Chile. Y yo siempre les respondía: “¿quién te está quitando el trabajo a ti?”. Cada vez que veía maltrato hacia mis compatriotas yo les decía a ellas que respondan.

Después, cuando obtuve mi residencia definitiva, empecé a trabajar en jardines de infantes aquí en Chile. Yo soy educadora, tengo esa formación desde mi época en el convento, es diferente de la que se tiene aquí, porque en Perú usamos otras estrategias. Muchas de las cosas que yo hacía sorprendían a mis compañeras de trabajo. En Perú nos enseñan a decorar las salas, a disfrazarnos para los niños. A veces llegaba vestida de Caperucita Roja o de duende. Y la acogida de los niños era muy hermosa.

La comunidad migrante es en general muy agradecida. Hay muchas personas que vienen a cumplir sus sueños y se enfocan en trabajar, trabajar y solo trabajar y no miran nada más que lo que producen y las remesas que mandan a sus territorios de origen. Hay otro grupo de migrantes, que es nuestro caso, que se organiza, que busca ser parte de los cambios en las políticas públicas e incidir para mejorar las condiciones de vida de la comunidad.

¿Cómo empezó tu trayectoria como dirigente social?

Yo sufrí violencia de género y en mi proceso de separación comencé a construir mi historia como dirigente, a pesar de que siempre estaba involucrada en todos los lugares en donde estaba, por ejemplo, en la escuela en donde trabajaba, en el Centro General de Padres del colegio de mi hija. A los 30 años me había juntado con mi exmarido y ahí empezó el ciclo de violencia psicológica. Me costó mucho separarme de él, porque yo también crecí en un mundo patriarcal en donde me enseñaron que la vida en matrimonio era de cierta manera y había que estar en las buenas, en las malas y en las peores. Cuando cumplí 48 años empecé a mirarme más a mí misma y a preguntarme lo que iba a hacer de mi vida en el futuro. Y en un viaje a Lima, me encontré con una tía muy querida y la invité a venir a Chile. Pero ella no podía. Me dijo: “no veo la hora de que se muera este desgraciado para poder ser libre y feliz”. Ella tenía 82 años y hablaba de su marido. Y en ese momento sentí que me veía a mí misma. Yo ya había decidido separarme, pero la gente me intentaba convencer de que no lo hiciera. Pero en ese momento me di cuenta de que la decisión era la correcta y no había vuelta atrás.

Así empezó mi camino a la dirigencia, a partir de un proceso de empoderamiento desde mi separación. Empecé a salir, a encontrarme con otras mujeres separadas. Rompí con el círculo de violencia y eso significó alejarme de mucha gente, incluyendo amigos y familiares. Pero mi exmarido me seguía persiguiendo y una vez me fue a buscar a la escuela en donde yo trabajaba y hubo que llamar a carabineros para que me saquen de ahí. Por ese episodio, la directora de la escuela decidió despedirme y me quedé sin trabajo. Entonces una amiga me consiguió un puesto de trabajo como secretaria en el comité donde ella trabajaba y me dijo que me mudara al campamento Nuevo Amanecer Latino, en Antofagasta. Y yo tenía pánico, porque también tenía mis prejuicios, pensaba que allí vivían delincuentes, que era un lugar inseguro.

Y me mudé una noche al campamento, cuando nadie me veía. Incluso mi puerta da la espalda a las casas de los vecinos y a la avenida, porque tenía miedo. Pero poco a poco fui saliendo y me di cuenta de que la realidad no era lo que se decía en la televisión. Yo estaba con depresión y ataques de pánico, pero me dejé ayudar por las compañeras y empecé a conocer a la gente, me fue gustando el barrio. Y como me gusta mucho estudiar, me fui internalizando en las problemáticas del barrio e investigando, preguntando sobre las leyes, las cosas que se hacían y cómo se hacían. Y había cosas que estaban mal. Mis años de monja me dieron mucha capacidad de liderazgo, porque nosotras trabajábamos con gente, desde niños y adolescentes hasta adultos mayores, motivando a las juventudes a que creyeran en Dios y siguieran el camino del Señor. De modo que ya tenía una capacidad de liderazgo. Entonces empecé a involucrarme, a estudiar y a articularme con las personas. Así fue como llegué a ser dirigente.

¿Cuál es tu mirada sobre la situación de las personas migrantes en Chile?

Estamos pasando por un momento muy complejo. La frontera está militarizada, hay mucha estigmatización contra las personas migrantes, que son delincuentes, que son traficantes. Como integrante de la Red Nacional de Migrantes y Promigrantes, estamos prestando mucha atención a la situación en la frontera, en donde la gente está pasando hambre y frío. Y si bien estamos impulsando campañas para que se reconozcan y se ejerzan los derechos de las personas migrantes, hay mucho odio hacia la migración y cada vez se le ponen más trabas. La hermandad latinoamericana se está perdiendo porque cada vez son más frecuentes las reacciones xenófobas y esto ocurre a nivel regional: contra personas venezolanas, colombianas bolivianas, chilenas y viceversa. ¿Qué tenemos que hacer frente a esta realidad? Seguir confrontando, manifestarnos. Exigir.

Y exigir también significa hacer valer nuestros derechos, ¡y saber que merecemos todo! Hoy el macrocampamento, que tiene una población del 75% compuesta por personas migrantes, es prioridad para el Ministerio de Vivienda. Por eso estamos construyendo una ciudad, porque es lo que queremos. Y además es posible hacerlo. Los espacios están, los técnicos dijeron que es viable. Por eso cuando los funcionarios nos dicen que no pueden hacer todo, les digo: “La glosa 8 de la Ley de Presupuestos nos permite articular con entes locales, nacionales y particulares que quieran hacer parte de este sueño. El Consejo Regional de la Vivienda tiene la facultad para construir una ciudad en Los Arenales”. Y, al mismo tiempo, nos ponemos a disposición del trabajo para hacer lo que sea necesario. Es parte de nuestro empoderamiento el exigir ser parte del proceso, de la toma de decisiones, el tener conocimiento sobre lo que se va a hacer, cómo y quién, llevar a nuestros equipos. Es difícil, pero lo exigimos.

¿Cómo fue la experiencia de ganar el Premio Nacional de Derechos Humanos?

Hay un país que me reconoce como migrante con este premio. Cuando surgió la idea de postularme, a pesar de que muchos decían que yo tenía el perfil para ganar el premio, no creíamos que me lo otorgarían, porque nunca se lo habían dado a una dirigente social migrante. Pero, de todas maneras, se logró armar la postulación. Pero los primeros días de julio, yo estaba en mi casa con mi hija y me llegó un mensaje del director del instituto. Mi hija me dijo: “mamá, tú ganaste”. Yo no lo podía creer, le pedí a ella que llamara al director porque yo no podía. Y él nos informó que había ganado el premio. Estuve con la presión alta y llorando una semana.

Lo primero fue disfrutar del reconocimiento. Pero después viene la responsabilidad, porque esta es la primera vez que una dirigente social gana este premio y si bien es muy importante, todavía tenemos muchas dificultades para conseguir recursos. A diferencia de otros premios nacionales, que tienen detrás la academia, fundaciones y corporaciones que financian sus trabajos, nosotros no tenemos ese respaldo. Entonces, tengo el reconocimiento, pero no tengo la plata para dar atención a las personas que llegan aquí y requieren vivienda, alimento. No tengo tampoco la preparación técnica para soportar la carga emocional. Yo voy a ser trabajadora social, no soy psicóloga ni psiquiatra.

En estos espacios que integro, atendemos a más de 20 personas diariamente que tramitan su irregularidad. Les cobran alrededor de 800.000 pesos, pero después no les indican cómo hacer el seguimiento de su trámite, entonces nosotros les damos apoyo. En muchos casos, entramos a la plataforma y vemos que ni siquiera han ingresado sus documentos. Todas estas cosas nos llenan de impotencia, pero al mismo tiempo son insumos para ir a hablar con entidades del Estado a partir de datos. Y así entramos en la vía técnica; cuando nos dicen que algo es de cierta manera, nosotros tenemos los datos para contrastar y discutir. Y los tenemos porque estamos en el territorio.

Estamos viviendo tiempos muy complejos con el tema de la migración y no podemos ser indiferentes y creer que esto ya va a pasar, porque no va a pasar, se va a poner peor. El premio es un reconocimiento, pero las organizaciones necesitamos apoyo en serio para continuar el trabajo que hacemos, tratando de mejorar las condiciones de vida de las personas migrantes, ocupando espacios, involucrándonos en los asuntos públicos y contribuyendo a generar política pública en favor de los derechos de la gente.