El sismo que viene soportando la democracia en el mundo tuvo en 2019 epicentro en Chile. La progresiva pérdida de la confianza en las instituciones y en el sistema democrático, la falta de credibilidad de los partidos políticos, las crecientes inequidades y la falta de mecanismos de participación ciudadana provocaron un estallido social a finales de aquel año, hoy transformado en un proceso social participativo de cara a una nueva Constitución.
Un gran número de países en el mundo enfrentan muchos de los desafíos planteados por la ciudadanía chilena en aquellas grandes movilizaciones. Por esto, el proceso chileno presenta una oportunidad única: no solo abre las puertas a la posibilidad de una verdadera transformación social, sino que marca un camino a seguir para todos los pueblos del mundo que están padeciendo problemáticas similares pero que no encuentran la forma de alzar sus voces ni la manera de incidir en la agenda pública. La sociedad civil tiene un rol fundamental en los procesos de cambio, pero, para lograr transformar sus demandas en acciones, debe aprender a construir espacios organizados de diálogo que le permitan articularse y establecer agendas concretas, manteniendo la paz social y la legitimidad de las instituciones. Y Chile, como nunca antes, lo está logrando.
América Latina frente a una democracia en crisis
Al día de hoy, en todo el mundo, cerca de 1.500 millones de personas viven en países en los que el descontento con la democracia es generalizado. De hecho, según The Economist, se calcula que solo un 8,4% de la población mundial vive en una democracia plena. Estos números son aún más graves cuando los más jóvenes —la generación millennial, que son las personas nacidas entre 1980 y 1996— son los menos satisfechos.
El mayor aumento de la insatisfacción se ha producido en Europa del Sur, pero si hay una región en la que este descontento y desconfianza es más marcado en los últimos años es en Latinoamérica. Tanto es así, que se habla de la década pasada como la década de la ‘pérdida de confianza en la democracia’.
Pese a ello, las personas que apoyan la democracia como sistema de gobierno superan en cantidad a las que no, pero la satisfacción con su desempeño y la confianza en diferentes instituciones es cada vez menor. Se llega al caso extremo de que solo tres de cada diez personas confían en los partidos políticos. Todos estos datos muestran una tendencia negativa en la última década.

Según el informe de Latinobarómetro de 2018, a estos datos se suma el hecho de que el 73% de personas perciben que se gobierna en favor de una minoría. Además, Transparencia Internacional informa que un 57% cree que su gobierno no hace lo suficiente contra la corrupción y gobierna solo para intereses privados (65%).
Estos datos son previos a la llegada de la pandemia a la región. No se sabe con exactitud cuál será su impacto en la confianza en la democracia, pero la pobre respuesta sanitaria unida a los problemas y los escándalos ligados al acceso a las vacunas y la corrupción en la compra de insumos podrían añadir más dudas acerca de a quién sirve la democracia realmente y llegar a legitimar derivas autoritarias.
Todos estos datos ponen en evidencia una problemática estructural en la que se ha perdido la confianza en la democracia y en el contrato social en la región. La pregunta es, ¿qué ha ocasionado este marco de crisis existencial en el sistema? La relación entre desigualdad y poder político es central para encontrar una respuesta y entender por qué en Latinoamérica países con tanta riqueza generan a la vez tanta pobreza y privilegios. Una desigualdad que distorsiona la legitimidad de la democracia al otorgar a aquellos que más poder tienen —las élites extractivas— una mayor capacidad de influenciar la política en su favor, fenómeno que se conoce como captura política. En una región donde el 10% más rico concentra el 68% de la riqueza —según se reportó en Davos 2020— es difícil desligar la captura política de la desigualdad.
Del malestar a la acción: cómo Chile transformó un estallido social en una Reforma Constitucional
Dentro del contexto descrito, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, declaró el día 10 de octubre de 2019 “en medio de esta América Latina convulsionada, Chile es un verdadero oasis con una democracia estable”. Solo 10 días después, se desató en el país la mayor protesta social desde el retorno a la democracia en 1990. Así, desde el 18 de octubre amplios sectores medios y vulnerables manifestaron durante semanas su rechazo a un modelo excluyente en muchos aspectos. La crisis de la democracia chilena fue gatillada por un modelo que logró generar riqueza, pero que no distribuyó equitativamente sus frutos. Adicionalmente, la profunda desconfianza ciudadana hacia todas las instituciones, particularmente hacia la clase política, empresarial y la iglesia católica, no es más que una clara manifestación de las graves condiciones de desigualdad económica y política, de indignidad y de maltrato, de la escasez de espacios de participación y de una intolerable acumulación inmerecida de desventajas en millones de personas.
La popular consigna “no son 30 pesos, son 30 años” resume una conjugación de situaciones que acumulativamente se volvieron intolerables. Así, la Constitución heredada de la Dictadura, el modelo neoliberal, remendado, pero no superado, el mejoramiento de condiciones económicas que, si bien lograron sacar de la pobreza material más dura a millones de chilenos, solo los hizo más vulnerables a volver a caer en ella, o la prevalencia en la democracia de los intereses de unos pocos por encima de los de la mayoría, son algunas de las causas de una protesta social contenida por años.
A la base de la protesta ciudadana, subyacía y subyace también una sociedad excluyente, donde el divorcio de las élites y la ciudadanía y el permanente debilitamiento del lazo social generó, el mismo 18 de octubre de 2019 y las semanas siguientes, diversos disturbios en varios lugares del país.
Frente a un escenario de ingobernabilidad y creciente violencia, casi un mes después del comienzo del estallido social, las distintas fuerzas políticas del país lograron arribar al ‘Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución’. Después de regir más de 40 años la Constitución de la Dictadura Cívico Militar encabezada por el general Augusto Pinochet, los partidos políticos de todas las tendencias abrieron las compuertas para que la ciudadanía decidiera si quería continuar bajo las normas existentes hasta ahora o se procedía a escribir un nuevo contrato social. El veredicto popular fue perentorio: un 78,28% se pronunció a favor de un cambio. Adicionalmente, un 79% votó para que fuera una asamblea constituyente elegida completamente la que redactara el nuevo texto, desechando de manera mayoritaria que lo hiciera una convención mixta compuesta de congresistas y ciudadanos y ciudadanas. Y la ciudadanía también votó a favor de la posibilidad de elegir a constituyentes por fuera de las estructuras partidarias, a partir de candidaturas independientes.
Chile se ha dado una oportunidad frágil e inédita que no puede desperdiciar: abrir una puerta que estuvo cerrada por décadas que le permita llegar por primera vez en su historia a acuerdos ampliamente compartidos.
La ciudadanía siempre estuvo ahí
Una de las paradojas de la sociedad chilena es la profunda brecha entre el malestar y el convencimiento de la necesidad de cambios profundos, por un lado, y una escasa participación en distintas instancias colectivas, por otra. Esto tiene su origen en un sistema que no promueve la asociatividad y que premia los éxitos individuales. Las organizaciones de la sociedad civil si bien cuentan con un fuerte apoyo ciudadano, comparten una precaria situación institucional.
Nada de ello fue un obstáculo para que, a partir del estallido social la ciudadanía buscara múltiples e innovadoras formas de coordinación para manifestar sus demandas. Los medios digitales y particularmente las redes sociales jugaron un rol fundamental. Las coordinaciones iniciales destinadas a organizar las protestas a lo largo del país abrieron paso a la coordinación de encuentros autoconvocados, cabildos y otros mecanismos de diálogo y conversación ciudadana. Así, una ciudadanía descreída y escéptica en sus instituciones dio lugar a la autoorganización para involucrarse en una reflexión profunda de cómo construir un nuevo pacto social, que permitiera crear un nuevo sistema de relaciones entre las personas, las comunidades, los pueblos y las instituciones.
El ejercicio de la participación social dio paso también a coordinaciones y trabajo conjunto entre la academia, fuerzas sociales diversas, estudiantes, asociaciones de profesionales, trabajadores y a la presentación a la elección de los miembros de la futura Convención Constituyente de numerosas listas de organizaciones independientes. La irrupción de listas independientes ratifica la desconfianza en el rol intermediador y de representación de los partidos tradicionales, los que cuentan con un escaso 4 o 5% de apoyo ciudadano. Esta desafección no responde solo a malas prácticas desde la política; se trata también de la compleja tarea de la representación en sociedades de identidades y culturas múltiples.
En este contexto de desconfianza y en plena pandemia, resurgió también en el país la ayuda entre pares. Las llamadas “Ollas Comunes”, instancias de alimentación comunitaria apoyadas por diversas ONG, son una buena muestra de ello. Un renovado ejercicio de puente solidario, de recrear tejido social, propio de la década de los 80 en el siglo pasado, dan cuenta de un renacer organizacional y de una mirada compartida a la hora de enfrentar el presente y futuro.
El gran desafío hoy es sostener la esperanza, abrir caminos que permitan un ejercicio distinto del poder desde la diversidad, donde convivan equilibradamente una necesaria y renovada democracia representativa con múltiples mecanismos y el ejercicio de la participación ciudadana. Esto, a su vez, permitirá que la ciudadanía pueda tomar también decisiones que tienen consecuencias en su rumbo cotidiano.
Las grandes movilizaciones sociales en el mundo
El mundo ha estado presenciando varios años de protestas en las calles. Es difícil decir cuándo empiezan a extenderse de forma más amplia y global, pero la crisis financiera del 2008 supone un punto de inflexión. A partir de ese momento las protestas se expandieron por todo el globo. La propia globalización llevó consigo la extensión de la hegemonía neoliberal pero también de las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información que aceleran el flujo de la comunicación. Fue el momento en que surgieron las Primaveras Árabes, Occupy Wall Street, Indignados, los estudiantes chilenos y otros grandes movimientos. La protesta social en la calle iba en aumento.
A la par de la crisis económica y social, pareciera que las causas principales detrás de todas estas protestas se vinculaban a la austeridad y la limitación de derechos en muchos países. Sin embargo, varios estudios muestran cómo pese a que la justicia económica está detrás de un gran número de protestas, la causa principal detrás de la movilización social es conseguir una democracia real. Una democracia que responda a la voluntad popular y deje de estar controlada por los intereses de las élites. Se pide un cambio en el statu quo y para ello hace falta que la democracia sea real.
La protesta se ha mantenido a lo largo de los últimos años, siendo 2019 un año en el que de nuevo la pólvora social le estalló al sistema. Protestas en Líbano, Algeria, Francia, Iraq, Hong Kong y, sobre todo, en Latinoamérica. Todas estas protestas se articulan a partir de un ‘chispazo’ por una causa concreta, pero van añadiendo temáticas en su seno que les dan un carácter interseccional para conseguir cambios profundos. Estas protestas tienen otro elemento común: la repulsa al poder de unas élites que moldean las políticas públicas, el Estado y la democracia a su favor. En Latinoamérica esta rebelión contra las élites es clave para entender las protestas de los últimos años y las ansias para cambiar el contrato social.
Los aprendizajes de Chile para América Latina y el mundo
La protesta y la movilización social van perdiendo poco a poco su carácter ‘institucionalizado’. La ciudadanía que protesta cada vez menos se articula en sindicatos u organizaciones de la sociedad civil. Por el contrario, movimientos sociales espontáneos y líquidos organizan la protesta. La calle y el espacio cívico son, sin embargo, cada vez más espacios cerrados. En América Latina no solo retrocede la confianza en la democracia y en las instituciones: también retrocede el espacio cívico. Más y mayores restricciones a la movilización social, persecución de líderes y lideresas sociales, ataques a periodistas e incluso violencia y asesinatos son parte de una normalidad que también forma parte de las demandas de cambio del statu quo.
La oportunidad que generó la ciudadanía chilena a partir de un estallido social, que comenzó desarticulado, pero que derivó en un proceso de reforma constitucional inclusivo y participativo, es también una oportunidad de aprendizaje para América Latina. Hoy la región enfrenta escenarios de polarización y violencia, que se van reproduciendo en varios países de la región. Por esto, desde Oxfam y Fundación Avina, creemos que es vital que la sociedad civil organizada contribuya al diálogo y a generar espacios de debate que permitan articular ese malestar en propuestas concretas y agendas compartidas de cara a la construcción de un nuevo Pacto Social.
En este sentido, Oxfam y Fundación Avina organizan un ciclo de debates virtuales con el objetivo de poner en relieve la importancia de lo que sucede en Chile; compartir experiencias de diferentes contextos y actores en relación al cambio social y vincular las temáticas centrales de Chile a la región que, con sus peculiaridades, son compartidas por casi todos los países de América Latina y el Caribe. La oportunidad que tiene Chile de diseñar un Estado Social y de Derecho sobre nuevos cimientos democráticos es única y ejemplarizante para la región y el mundo. La construcción de consensos amplios incluyendo a actores ‘nuevos’ es también una llamada de atención al enfoque y las estrategias que actores como la Unión Europea vienen desarrollando. Hoy en día el contrato social debe organizarse en base a la realidad actual y no a la de años atrás. De otra forma las políticas de cooperación internacional perderán legitimidad al reproducir un modelo obsoleto.
La convención constituyente debe garantizar que los bloqueos se minimicen, y si se producen establecer mecanismos de desbloqueo a partir de la participación y la deliberación ciudadana; asegurar la plena participación de las candidaturas independientes así como un acceso igualitario a los medios disponibles para las y los electos; garantizar una total transparencia, plena información y rendición de cuentas a la ciudadanía de las deliberaciones y decisiones tomadas; asegurar la no interferencia en las deliberaciones de intereses privados; garantizar que las voces de poblaciones subrepresentadas y en estado de vulneración sean tenidas en cuenta cabalmente; y asegurar que su mandato se cumpla y que sus propuestas sean implementadas.
La Constitución de un país es el principal proyecto colectivo de una sociedad. Es por eso que esa sociedad tiene que tener una Constitución que se le parezca. Que se parezca a sus diversidades, a sus anhelos, a su inteligencia colectiva y a las nuevas generaciones que están en camino.
Autores: Hernán Saenz Cortés (@nanchisworld), Oxfam / Leonardo Moreno, Fundación Avina